Érase una vez un puerto, cuyo faro no brillaba. La luz tenue de su haz, dolida por la espera de lo perdido en antaño, hacía que la sombra de la penetrante noche acariciara
el destino de aquellos que se atrevían a fondear allí.
El canto celestial del murmullo de aquel corazón partido en miles de pedazos y esparcidos por la angosta y resbaladiza playa, se adentraba en las afueras de lo ajeno en tiempo y memoria.
El paso de lo vivido, derrotaba a lo venido desde aquellas tierras de largo alcance, donde el destino de lo amado cada vez se alejaba mas en la distancia. El murmullo de la mente atormentada por, el deseo denso y precoz, intuían desde hacía tiempo que la lucha final estaba perdida desde antes de emprender la marcha.
Casi sin consuelo, éste débil y pobre corazón, se deslumbraba por escoger entre el camino de la desdicha o adentrarse en la senda de lo desconocido.
Pero un día, el canto sereno de aquella que se escuchaba desde el infinito, apareció desde el horizonte, para poner en entre dicho, lo que parecía las memorias de un desolado corazón.
Fue entonces, cuando de un salto este farero aplastado por todos, decidió cambiar el haz tenue y débil, por otro de fugaces resplandores. Dando lugar así a un reencuentro con aquella que desde años acariciaba sus sueños, y que se le aparecía en su memoria, como si de su amor platónico se tratara.
Y que siempre estaba allí para darle el aliento deseado en los momentos de desesperación, los cuales habían desaparecido de un plumazo al reencontrarse con ella.
Sabes muy bien de quien estoy hablando, farera, que mi alma descansa a tu vera, y que por siempre mi pasión será verdadera.
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